Aunque los lazos materiales desaparecen con a muerte de un Ser Querido,
los espirituales se fortalecen cuando nos unimos con ellos en oración.
12/04/2019
Los primeros años fueron muy difíciles. La vida no tenía ningún sentido. Me levantaba por las mañanas, lloraba, iba a trabajar, lloraba, regresaba a mi casa, lloraba, preparaba la cena, lloraba, me tomaba mi medicación recetada para poder dormir, y al otro día volvía a comenzar esa tortura a lo que la gente llamaba vida. No recuerdo claramente esos años. A veces hasta dudo de haber estado presente en este cuerpo. Creo que mi alma no estaba, era demasiado doloroso para ella.
Podría decirse que mi vida no comenzó cuando nací un veinticinco de enero, porque realmente comencé a vivir hace tan solo siete años. La primer parte de mi existencia, la transité como cualquier mortal, inmersa en esta vida terrenal, llena de cosas pero carente de sentido. Luego la vida me bendijo con mi primera hija, pero esa bendición duró un suspiro, entonces morí, desparecí por largos y pesados años, y finalmente renací en una existencia totalmente diferente a la que conocía, colmada de color, emociones, amor, mucho amor, tanto amor que cuesta describirlo con palabras.
Cuando estaba embarazada, creía que mi vida por fin había cobrado sentido, me sentía absolutamente feliz y completa. Era mi primer embarazo, y todo era nuevo. Hacia el tercer mes de gestación mis pies se hincharon un poco, era marzo y aunque me pareció que era un poco pronto para ese síntoma común en los últimos meses, lo atribuí al verano y el excesivo calor. No sabía que ese insignificante detalle, era la señal de que las cosas no iban por buen camino.
En el mes de mayo, comencé a subir abruptamente de peso, a razón de un kilogramo por día, lo que no me pareció normal, y comenté al médico en mi visita de control. Me dijo que dejara de comer, a lo que respondí que ni comiéndome una vaca por día podría subir tanto de peso, pero hizo caso omiso, siguió con la rutina normal y me despachó a mi casa.
Dos semanas más tarde, volví al médico, ya que no podía abrir los ojos por las mañanas, mis rodillas y tobillos habían desaparecido, y no podía calzarme. Me hicieron un estudio y determinaron que estaba atravesando una preeclampsia.
La preeclampsia es una complicación médica del embarazo también llamada toxemia del embarazo y se asocia a hipertensión inducida durante el embarazo. Los síntomas son presión arterial muy elevada, proteinuria, edemas, fuertes dolores de cabeza, e insuficiencia renal. La forma de tratar la preeclampsia es interrumpiendo el embarazo. De no hacerlo, desemboca en una eclampsia, etapa en que la madre debido a la presión elevada, convulsiona, queda en coma y muere, junto con ella también el bebé.
Ante tal panorama, y ante la insistencia de los médicos, acepté que me realizaran una cesárea de urgencia. Ailín nació con 870 gramos de peso. Era perfecta y hermosa. La vi unos segundos y se la llevaron. Mi pequeña quedó en terapia intensiva neonatal y yo también en cuidados intensivos.
Luchó por tres días, trató de aferrarse a esta vida, pero no pudo.
Tras una semana en terapia intensiva, y dos en habitación común, los médicos dieron de alta mi cuerpo, pero mi alma estaba totalmente muerta.
Los primeros años fueron muy difíciles. La vida no tenía ningún sentido. Me levantaba por las mañanas, lloraba, iba a trabajar, lloraba, regresaba a mi casa, lloraba, preparaba la cena, lloraba, me tomaba mi medicación recetada para poder dormir, y al otro día volvía a comenzar esa tortura a lo que la gente llamaba vida. No recuerdo claramente esos años. A veces hasta dudo de haber estado presente en este cuerpo. Creo que mi alma no estaba, era demasiado doloroso para ella.
Un día me encontraba sentada en mi cama, llorando a mares, y repentinamente levanté la vista y lo que vi me sorprendió tanto que no pude volver a bajarla. Frente a mí, vi a una mujer demacrada, con la cara hinchada, destruida. Me miraba en ese espejo y no podía reconocerme. Me quedé mirándome por varios minutos, buscando en mis ojos, hurgando, rogando por una respuesta. Y entonces me di cuenta por qué sentía que no era yo esa mujer. Noté qué le faltaba a esa mujer que tenía frente a mí y que no había visto por tres largos años. Había perdido el brillo de mi mirada. Mi alma no estaba allí…
Entonces comencé mi búsqueda. No sabía qué buscaba, pero sabía que necesitaba desesperadamente encontrarlo. -En este momento en que estoy escribiendo estas palabras, por fin puedo responder a esta pregunta que me hice a lo largo de estos trece años.- No sabía lo que buscaba. Ahora finalmente puedo comprender lo que era, necesitaba recuperar mi alma…
Me senté frente al Google, y comencé a buscar todo lo que tuviera que ver con la muerte, especialmente de los hijos. No hallé mucho material. Pareciera que es un tema del que no se puede hablar. Un tema tabú. Pero logré encontrar varios foros, donde se agrupaban padres de todo el mundo para poder compartir sus experiencias, apoyarse y contenerse mutuamente. Durante varios años participé de los mismos a diario, y allí conocí muchas personas de todo el mundo con los que aún sigo en contacto y se convirtieron en grandes y entrañables amigos.
En medio de ese camino llegó a mi vida mi segunda hija, Candela, que llenó mi vida de luz y esperanza.
A medida que Candela crecía, e iba aprendiendo sus primeras palabras, comencé a notar que veía cosas que yo no veía. Comenzó a nombrar a una “nena” que la venía a visitar sin previo aviso, y que le arrancaba las sonrisas más hermosas. Muchas veces parada en su cuna, sosteniéndose de los barrotes con una mano y señalando con la otra hacia algún rincón de la habitación me hacía notar su presencia a la voz de “nena, mamá, nena”. Esta “nena” siguió visitándola hasta pasados los dos años de edad. Luego, un día simplemente dejó de nombrarla. Pero ese recuerdo quedará en mi memoria emocional por siempre.
A lo largo de estos años he tenido muchas señales de Ailín. Algunas tan obvias que me han hecho reír a carcajadas. Y ahora que lo pienso, las señales más evidentes siempre fueron en respuesta a mi pedido por una señal, es notable.
Un día, en un foro de duelo, leí un post de una mamá que hablaba acerca de una señal que había recibido. Entonces respondí con una de las señales que me había mandado Ailín los primeros meses posteriores a su partida.
A los pocos días, un señor llamado José Luis de la Rica me envió un mail, donde me hablaba acerca de las señales, de la vida después de la vida, de que la muerte no existe, y un montón de cosas que aunque maravillosas, resultaban demasiadas para asimilar de un solo bocado. Me hablaba también del Vuelo de la Mariposa, que era una experiencia espiritual y personal, que nos facultaba para hacernos conscientes del amor que sigue fluyendo con nuestros seres de luz. Cosas que no lograba comprender en su totalidad.
Así que dejé pasar un tiempo, el que necesitaba para asimilar toda esa información que había recibido, y un día decidí investigar un poco más qué era eso llamado El Vuelo de la Mariposa. Desde entonces, puedo decir que volví a la vida.
El Vuelo de la Mariposa, es una meditación guiada, en el comienzo, pero luego se transforma en una hermosa comunión de almas. Gracias al Vuelo, pude re-encontrarme con mi hija, hablar con ella, abrazarla, besarla, e incluso recibir mensajes de ella a través de otras personas que hacían el Vuelo. Esto me confirmó que todo lo que yo intuía, sabía y pensaba era cierto y no era solo una expresión desesperada de deseo.
El tiempo fue pasando, Ailín fue creciendo, Candela y yo también. Ya no necesito saber de Ailín. Sé que está bien, que es feliz, que nos ama, y sabe todo de nosotros. Cada vez que la necesito, hace notar de alguna manera su presencia. He aprendido a comunicarme con ella mentalmente. Y aunque no lo hago a menudo, cada tanto conversamos. Ustedes se preguntarán, cómo sé que es mi hija la que me responde y no mi subconsciente… Es sencillo. Porque habitualmente no me responde lo que a mi me gustaría escuchar… Y muchas veces, cuando ella decide dar por terminada la conversación, se despide, y por más que yo le siga hablando, dejo de recibir sus respuestas…
Mi hija me ha enseñado tanto, y sigue haciéndolo. Gracias a ella aprendí a transformar el dolor en amor. Cuando logré comprender esto, descubrí lo que para mí, es la esencia de la vida. El amor es el centro de todo. Ahora puedo comprender aquella frase que dice que los pequeños momentos son en realidad los grandes e importantes. Ahora entiendo que cuanto más doy, más tengo. Pero no porque dé pensando en recibir, sino porque dando, nuestra alma se llena de más y más amor… No es necesario hacer grandes cosas, grandes obras de caridad, grandes donaciones de dinero a una ONG. Tan solo con escuchar a un padre o una madre que tienen el alma en mil pedazos por la partida anticipada de un hijo, acompañar, estar… Es tan importante estar… simplemente eso… no es necesario hablar, ni aconsejar, solo dar un abrazo, prestar el hombro, estar dispuesto… Cada vez que ayudo a alguien –muchas veces sin saber que he sido de ayuda- me siento más y más cerca de Ailín… Y eso es la felicidad…